"No sé si lo que sentía por él era amor (qué demonios
es exactamente eso, demasiadas veces lo analizamos, lo destripamos, y en ese
trajín nos confundimos y acabamos por perderlo)"
Tal vez sea una terrible paradoja recomendar la lectura del libro póstumo de Rafael Chirbes justo el día de San Valentín. O no. Puede que no haya mejor recomendación literaria si lo que se pretende es penetrar una vez más - el eterno tema - en el dolor que supone amar, en lo mal que asimilamos que necesariamente tenga un fin, en lo complicado que es vivirlo lejos de la posesión. En lo mal que nos solemos llevar los hombres con la gestión de nuestras emociones.
Lo mejor de Paris-Austerlitz, que tiene el gusto sabroso de lo imperfecto y el sinsabor agridulce de lo inacabado, es cómo nos muestra las diferentes etapas de una relación amorosa, cómo sin paliativos nos enseña las heridas cada vez más profundas que provoca el tiempo, cómo inevitablemente lo que fue pasión se convierte en hartazgo: "se me hacía insoportable el tiempo que pasábamos en la cama,
sus brazos y sus piernas rodeándome. Me asfixias, no me dejas respirar, le dije
en alguna ocasión, y él se levantaba, se abría el camastro plegable que había
en el cuarto del fondo, cogía una manta y se marchaba a pasar la noche allí,
dejando que yo lo oyera revolverse insomne. Habíamos entrado en la penúltima
etapa."
Chirbes, a cierta distancia de su habitual literatura descarnada, aunque sin renunciar a su lenguaje incisivo y sin pudor, se sirve de una historia que, más allá de ser un amor entre dos hombres de distintos niveles sociales (quizás el parámetro menos logrado de la novela), nos enseña como no es posible el amor sin posesión ni exclusividad. Con lo que finalmente el autor vendría a decirnos que el amor o es romántico o no es. Es esa tensión la que hace que uno de los protagonistas se rebele, se sienta maniatado y vea como la habitación que empezó siendo un paraíso acaba convirtiéndose en un infierno: "su exigencia de exclusiva, su afán por poseerme entero y por
que yo lo poseyese en las mismas condiciones fueron así desde el primer día,
sólo que a mí al principio eso me halagó, me dio seguridad, me devolvió cierto
orgullo, y me libró de mi propio desamparo, y ahora ya no era así."
El amor, y da igual que sea entre mujeres y hombres, como entre hombres, se sirve de los juegos y de las máscaras. La seducción no es otra cosa que un juego de disfraces. En él habitualmente ellas ponen la razón de su vida y nosotros nos revestimos de una de las muchas caretas que supone la virilidad. En los dos protagonistas de esta novela, entre ellos, pareciera que no es necesario inventarse un personaje. Aunque quizás cada uno de ellos sea para el otro un personaje, el individuo soñado, el que representa o es lo que no tiene, el cuerpo que encaja en el cuerpo débil y siempre discapacitado, tan masculino. "Prodigios de la primera etapa del amor. Engañosas
prestidigitaciones de la carne y juego de disfraces (los disfraces del deseo:
la flor que atrae con su brillante color al insecto)."
El deseo, tal vez más que el amor, es el que provoca que habitualmente nos quitemos la cáscara. Nos despojemos del traje azul oscuro casi negro, de la corbata y de la pose heroica. Aunque difícilmente, como hombres, renunciamos a nuestro papel de sujetos activos, empoderados, educados para el dominio. En la novela el joven pintor español y el francés Michel se sitúan fuera del binomio jerárquico del género y se desnudan en igualdad de condiciones. Ambos igual de fuertes, ambos igual de vulnerables, "seres a los que se les había arrancado el caparazón (¿de qué
frágil cualidad se vuelve el hombre despojado de su cáscara textil?); larvas
que, en el espejo, parecían desprovistas de estructura interna, incluso de
piel, mutilados pedazos de carne que se buscan."
Chirbes nos cuenta cómo los amantes quieren comerse el uno al otro, como enloquecen, como se atan y se desatan, como se creen el centro del universo y cómo así no les importa vivir en las afueras. O renunciar. Ambos se necesitan aunque cada uno lo asuma de distinta manera. El viril Michel que es un tronco es finalmente el más débil y necesitado: "tengo fuerza, pero necesito dulzura, y, en ese instante, la
suavidad de las palabras surgidas del fondo del corpachón conseguía excitarme." El amor, y puede que Chirbes lo cuente de manera autobiográfica, no es que nos haga más vulnerables, es que pone al descubierto nuestras debilidades.
El amor como posesión frente al poliamor. Los celos, la angustia de ser uno más, el cuerpo como memoria. La culpa: "En cualquier caso, digamos que me ponía caliente el modo de
exposición del tema, pero me irritaba la idea que lo activaba, el contenido, el
fondo de la cosa: eso de necesitar siempre a alguien sin que importe demasiado
quién sea el elemento, que alguien te cuide como valor superior a cualquier
otro. Cuando expresaba con toda naturalidad ese tipo de sentimientos y a
continuación me abrazaba, sentía desagrado. Lo importante es tener al lado a
alguien que se ocupe de ti, cerraba el asunto, y, con sus palabras, empeoraba
aún más las cosas, porque yo me sentía como el sustituto de Antonio, de Ahmed,
amantes del pasado de los que apenas me habló." No ser los primeros ni siquiera los últimos a los que han amado o deseado. Una serie. Y cada uno como pieza del engranaje de lo útil: "Me
veía a mí mismo como el calefactor que climatiza la casa después de que se le
ha estropeado al inquilino el aparato que le funcionó durante algún tiempo. Un
bien útil." La responsabilidad frente al dolor del amado, la torpeza de creernos que como amantes redimimos, el heroísmo inútil del que al menos durante un tiempo fugaz se cree imprescindible: "También dicen que los enamorados se sienten responsables de
la persona a quien aman, e incluso vagamente culpables de su pasado, o mejor
sería decir del sufrimiento de su pasado."
"No pasa nada si uno vive solo. No se puede vivir sin
agua, o sin aire, pero se puede vivir sin compañía." La brutal afirmación con la que todos nos conformamos, con la argumentamos a favor de nuestra soledad, desde la que intentamos explicar las rupturas. Yo todavía me pregunto si es así de rotunda, o si por el contrario es lo que escriben todos los que han muerto solos. ¿Puede un hombre, incluso más que una mujer, respirar sin alguien que lo cuide, sin alguien del que explotar sus cuidados y los trabajos del amor? Ese es el interrogante que Chirbes no contesta, no sabemos si la muerte le sorprendió no solo a Michel sino también a él.
El amor, y así lo vive el narrador de la historia, puede ser paralizante, oscuro, pesimista, una cadena. Luchar por liberarse de ella acaba siendo batallar conociendo de antemano el fracaso. "El loco amor de los poetas surrealistas y la realidad
miserable de cualquier pareja, con su egoísta estrechez de miras: tú y yo, mi
vida, aquí estamos tan ricamente, y que se hunda el mundo, que a nosotros nos
da lo mismo mientras permanezcamos uno junto a otro: el amor, sentimiento
tantas veces paralizante, pesimista (contigo o muerto; contigo aunque sea
muerto; contigo hasta la muerte) y sucio."
En fin, la dulce mentira del amor, el cálido fuego del deseo, la incapacidad tan masculina de desplegar las alas más allá del ombligo, tan reacios como somos a reconocer nuestras impotencias. "El amor es un feliz engaño al que uno se somete de buena
gana. Incluso alientas el engaño, echas leña a la hoguera si ves que decrece,
dice él, puro trampantojo, reino de la arbitrariedad, y, desde luego, reñido
con la lucidez de cualquier análisis, te entregas o no te entregas: fuego que se
enciende porque sí y se extingue no se sabe por qué. Le respondo que no hay
manera de limpiar la turbiedad inevitable del sexo. Difícil colocarlo en algún
sitio, le insisto. Violencia entre dos cuerpos o de un cuerpo sobre otro.
Contaminación."
Paris-Austerlitz podría tener como banda sonora una canción de Alessio Arena, la canción para Jean Genet. "Ay amor, llévate de mí lo que me reste belleza,... Ay amor, llévate por mí lo que me queda de paciencia...Si no es amor será otra enfermedad venérea". Porque es la muerte adelantada lo que hace poner al descubierto las dudas que la historia planteó desde un principio. Si el amor no es otra cosa que la costumbre apacible de un cuerpo que espera, si como nosotros también muere, si realmente somos capaces de no caer en su trampa y, sobre todo, de superar el dolor que provoca. El deseo y la muerte, los sudores y la fiebre, el éxtasis y el deterioro. "No fue su amante el mar sino el blanco burbuja de una lavadora".
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