Sobre EL CLUB (Pablo Larraín, 2015).
"Mientras la masculinidad hegemónica se eleve a la categoría de sagrada y siga siendo la base del ejercicio del poder, mientras el patriarcado sea la ideología sobre la que se sustenta el aparato eclesiástico y la forma organizativa del mismo, volverán a producirse dichos comportamientos criminales contra las personas indefensas: niños, niñas, adolescentes, jóvenes, seminaristas, novicios, mujeres, personas discapacitadas, alumnos, alumnas, etc. Se buscarán métodos más sibilinos, pero las cosas no habrán cambiado."
JUAN JOSÉ TAMAYO, Pederastia y masculinidad sagrada
(http://www.lupaprotestante.com/blog/pederastia-y-masculinidad-sagrada/)
Hay películas que te golpean el estómago y te dejan casi sin respiración, que necesitas digerirlas poco a poco, mientras va recolocando en tu interior todas la piezas que han sido removidas. Supongo que esa es la diferencia entre una buena y una mala película, al menos para mí. El club es una de esas películas cuyo visionado me generó desasosiego, amargura, hasta terror. Porque me atrevería a afirmar que la última película de Larraín es también una película de terror ya que nos pone al descubierto las más hondas miserias humanas, la capacidad para el mal que habita en cada uno de nosotros y la dificultad de la redención. Ese "club" de sacerdotes perversos, y no solo pecadores sino también delincuentes, acaba siendo un espacio que le sirve al director para mostrarnos con hondura dramática que cerca están las tinieblas de la luz, y qué complicado resulta recuperar para la segunda a quién no es capaz de asumir que ha violado la dignidad de otro. Más allá de la lectura que nos situaría en como la Iglesia Católica es especialista en silenciar delitos y en prorrogar un modelo relacional de género en el que una masculinidad "tóxica" provoca horrores, El club es una fábula terrible, un cuento casi gótico, sobre como el ser humano, y muy especialmente el que como hombre se ha concebido a sí mismo como universal y poderoso, es un ser de pecados, un lobo, un galgo que corre para ganar sin importarle a quien deja en el camino, un animal que con demasiada frecuencia deshumaniza a aquellos más débiles con los que trata.
La brutal película de Larraín no es complaciente con el espectador, no juega a lo fácil, ni al sentimentalismo ni a ser una muestra correcta más de un cine de denuncia. Es todo un artificio dramático hilvanado a la perfección en un marco casi teatral que no renuncia a los espacios abiertos mediante el que se nos evidencia que el perdón no es posible si el individuo no es consciente de su culpa. Lo cual nos plantea a su vez si la Iglesia, en cuanto "club privado", puede permanecer al margen de los límites legales que tratan de proteger los derechos humanos y, con ellos, la dignidad del más débil. Es decir, si puede seguir legitimándose desde una lógica patriarcal y homófoba, de la que en el película vemos que participa también una mujer. Una vuelta de tuerca más en la inteligentísima propuesta de Larraín.
El club pone el dedo en muchas llagas. Entre otras, en "la masculinidad dominante convertida en sagrada, el poder igualmente sagrado de los varones consagrados a Dios sobre las almas y las conciencias, el poder fálico-sagrado sobre los cuerpos y el sistema patriarcal imperante en la Iglesia católica" (Juan José Tamayo). Y junto a esa llaga de la que no deja de manar sangre, y semen que destruye, y amores prohibidos, y pecados no confesados, la más abierta y cruel: la maldad de quienes son incapaces de reconocerse a sí mismos como generadores de tinieblas.
"Y vio Dios que la luz era buena,
y separó a la luz de las tinieblas",
Versículo cuatro del primer capítulo del Génesis.
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