Día mundial de la Radio.
No podría vivir sin la radio. Me despierto y me duermo con ella. La escucho mientras desayuno, mientras almuerzo, mientras paseo. Desde hace décadas siempre la tengo en mi almohada, cómplice en noches de insomnio y desvelos, tejedora de sueños en forma de voces y palabras.
La radio, siempre, me ha salvado de la soledad y me ha ayudado a entender al mundo y a mí mismo. Me ha hecho crecer y me ha confirmado que soy, a partes iguales, razón y emoción. Frente a la mediocridad avasalladora de otros medios, e incluso frente al intrusismo a veces penoso de la imagen, la radio me ha acompañado cómplice, como ese animal doméstico que te entiende y que te da cariño cuando los demás no lo hacen, como esa banda sonora sin la que ya sería imposible explicar mi biografía.
Hay tantos días mundiales de tantas cosas que hasta puede parecer absurdo dedicarle uno a la radio. Pero sí que creo que en un mundo tan frágil, donde todo se ha vuelto tan escurridizo, tan banal en la mayoría de las ocasiones, la radio merece celebrarse porque sigue siendo el refugio de lo más auténtico, del diálogo, de la empatía, de las capacidades humanas multiplicadas y, por supuesto, de la calidez justo ahora cuando ahí afuera hace tanto frío.
Podría vivir sin televisión, sin ordenador también, sin comida casi, pero no podría vivir sin la radio. La que siempre me ha acompañado, desde que siendo muy pequeño la descubriera mientras mi madre planchaba en la cocina. La que ahora, pasados casi cuarenta años, continúa estando en mi dormitorio, en mi cocina, en mi despacho y hasta en mi terraza. La que cada día resta tiempo al anunciarme que cae otra hoja del calendario, aunque al mismo tiempo bendice para mí con palabras y sonidos la aventura de vivir.
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