Esas mujeres que miran tras las rejas, con sus hábitos y las cabezas cubiertas, encierran en sus miradas tantas incógnitas que, en ocasiones, he jugado a imaginar las vidas que se esconden tras su elección. Permanezco observando sus rostros que con el tiempo acaban pareciéndose y las manos que se agarran a los barrotes. No se llega a escuchar la oración que supongo dirán sus labios como tampoco sé lo que pueden estar pensando de lo que sucede pocos metros más abajo. En esa calle repleta de gente, de ruido, de fugacidad. Todo tan líquido. Tal vez estén pensando que ellas son las verdaderamente libres o quizás alguna se cuestione si equivocó su destino. Al final, tanto ellas como nosotros estamos condenados a soportar, como escribió Carmen Martín Gaite, nuestra sed de infinitud luchando contra los barrotes de la jaula.
Son miradas femeninas sobre las que nadie escribe. De nuevo invisibles. Olvidadas. Al margen de un mundo que no quiere saber nada de espiritualidad y mucho menos de mujeres que demuestran su individualidad de manera alternativa. Porque tal vez en otros mundos sus argumentos estuvieron cargados de grilletes pero hoy, pienso, están tras la cancela por elección propia. Aunque ellas le pongan el nombre de un dios, su Dios.
Es otra historia por escribir. Como la de tantas mujeres que parecen estar fuera del mundo que sigue escribiéndose mayoritariamente en femenino. Las miro desde el suelo y me imagino sus habitaciones, sus soledades, sus silencios, también sus alegrías. Y en todo lo que podrían enseñarme sobre el arte de los cuidados y la serenidad. Las miro y las conservo en mi retina. Parte de una sororidad que alimenta el mundo. También intramuros. Claustro íntimo y quizás más sólido que las calles que pisamos el resto de mortales.
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