Diario CÓRDOBA, 9-4-2012
Hace apenas dos semanas, cuando compartía tertulia en una terraza frente a la catedral de Jaén, recibí un sms de mi querida y admirada Elena Medel comunicándome la triste noticia de la muerte de Adrienne Rich. Por esos giros sorprendentes del destino me encontraba participando en un encuentro internacional sobre políticas de la sexualidad, un foro en el que estudiosos de todo el mundo debatimos en torno a las dimensiones afectivas y sexuales del individuo, en estrecha conexión con los retos que todavía tiene planteados la igualdad de género. Fue inevitable recordar todos y cada uno de los lúcidos renglones que la Rich ha escrito sobre las mentiras, secretos y silencios que históricamente han sufrido las mujeres en un mundo hecho a imagen y semejanza del varón heterosexual.
En ese momento, en el que pensé que la mejor manera de homenajear a la escritora era plantearnos, como decía Joaquín Herrera, "una política revolucionaria del deseo", también recordé a las mujeres que me llevaron a la Rich. Fue la insistencia de Anna Freixas, y más tarde la admiración rendida de Elena Medel, las que me descubrieron la poesía y la prosa de una mujer que merecía haber ganado el Nobel, un premio que han recibido a lo largo de la historia tantos hombres de relevancia como mínimo cuestionable. El olvido de esta escritora, como el de otras tantas que continúan siendo invisibles más allá del círculo restringido de seguidores entusiastas, es una prueba irrefutable de que el mundo sigue obedeciendo en gran medida a los dictados del patriarcado. O, mejor dicho, y como bien denunció la Rich, a las reglas del varón heterosexual. Unas reglas contra las que ella se rebeló, afirmándose como lesbiana, en cuanto mujer que se sentía al margen del orden político, económico y cultural que supone el heterosexismo.
Adrienne Rich escribió desde la furia, como tantas otras mujeres lo han hecho y lo siguen haciendo. La furia que habita en las canciones de blues, en los diarios de Virginia Woolf, en el sufrimiento rebelde de Jane Austen. Todas ellas alzaron sus voces contra un orden simbólico que las dividió en "mujeres virtuosas y putas, madres y tortilleras, madonnas y medusas". Contra una cultura unilateral masculina que se ha identificado con "lo humano" y que ha negado la validez de la experiencia de las mujeres. En ese grito compartido a lo largo de los siglos han sabido generar una sororidad que tiene una capacidad transformadora inaudita, un potencial de emancipación que deberíamos entender como condición indispensable de una democracia avanzada.
Desde esta perspectiva, el feminismo es no sólo un movimiento o una teoría política, todavía devaluada en un mundo del saber controlado por los hombres, sino que constituye una herramienta para pensar de manera alternativa las condiciones de la vida humana, las presupuestos de la justicia social y, por encima de todo, la construcción de nuestra identidad como mujeres y hombres. Supone por tanto un instrumento también para reinterpretar el conocimiento y para reescribir lo humano en términos de paridad. Un reto que, en el contexto de la crisis que estamos atravesando, cobra un inesperado vigor ante la alarmante fragilidad del Estado social y ante los miedos que son el germen de actitudes cada vez más reaccionarias.
Una involución que nos demuestra con alarmante rotundidad las recientes declaraciones del ministro Gallardón, las cuales han certificado que las ideologías no han muerto y que muchos siguen interesados en mantener vivo al patriarcado. Poniendo de manifiesto además la ignorancia que acumulan en materia de saberes urdidos por la lucidez femenina. Por ello, entre otras cosas, no estaría de más recordarle al ministro descentrado que, como bien sentenció la Rich, "la maternidad biológica ha sido utilizada, desde hace mucho, como una razón para considerar a las mujeres en un papel de desposeídas y sirvientes dentro del orden social".
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