Escribo en el tren mientras que sigo por la web el triunfo apoteósico del PP y el derrumbe, anunciado, del PSOE. No por esperados, los datos no dejan de angustiarnos a los que siempre hemos tenido un alma de izquierdas. Sobre todo porque la gran tragedia de esta noche es que quien ha ganado no la merecido y quien ha perdido ha merecido perder, por más que nos duela reconocerlo a los que nunca votaríamos a Rajoy.
En esta jornada de lluvia y urnas, he conseguido aislarme del ruido, de los fantamas y del miedo que supone adentrarse cada vez más en un callejón sin salida. Pese a la tormenta, o tal vez gracias a ella, he querido conscientemente celebrar la vida. Con sus amaneceres y sus segundas oportunidades, con los martes que parecen viernes y con un Youkali convertido en isla habitable. Me he dejado llevar por las manos sabias de Rosa Torres-Pardo y por la voz, el cuerpo y la mirada de Ana Belén. Juntas me han llevado a su huerto de complicidades y me han hecho creer que en las butacas de al lado estaban sentados Gil de Biedma, Lorca o Angel González. La música y los versos me han recordado que la vida es pura resurrección, efervescencia continua, una obra de arte en la que cada uno de nosotros ha de ser agente y amado. He seguido la boca grande de Ana como si sólo me hablara a mí, cómo si sus ojos de gata de la calle del Oso mirasen sólo los míos, como si ssu voz de gacela llegara únicamente a mis oídos. He sentido el latido de Beethoven, Chopin o García Abril. El sur de Lorca y el mar de Alberti. Se equivocó la paloma, se esquivocaba.
En esta tarde otoño grisáceo, con el alma casi adolescente, he volado en el Teatro Español y, por unos minutos, me he sentido el rey del universo. Conocedor de todos los misterios y hacedor de todas los conjuros. He entendido que la vida rima, sigue rimando, que hasta el silencio tiene música y que el arte es ebullición, condena, lucha, orgasmo. Me lo han demostrado dos mujeres cómplices. Dos artistas que sin más ayuda que los instrumentos que mejor manejan nos han hecho pensar que la vida, pese a todo, es una aventura que merece la pena. Siempre, eso sí, que no renunciemos ni a la poesía ni a la música.
Con ese fuego ardiendo dentro de mi, con los labios de Ana en mi rostro y su sonrisa grande frente a mis ojos, he salido a las calles de Madrid. Donde ahora ondean las banderas de España y donde el socialismo inicia lo que espero sea un serio proceso de refundación. El que ansiamos todos los que no renunciamos a la utopía de la igualdad.
Vuelvo a Córdoba en una noche oscura. El alma inquieta. Feliz, aunque por distintos motivos a los militantes y votantes del PP. Música callada, soledad sonora. Como un Juan de la Cruz escapado de la celda y entregado a los deseos del cuerpo y del alma. Soñando con amanecer mañana, volver a mis clases, explicarle a mis alumnos la fiesta de la democracia y sorprenderme con un brillo nuevo en la mirada de Abel.
Por una vez, y sin que sirva de precedente, mis oraciones laicas a San Octavio fueron escuchadas.
En esta jornada de lluvia y urnas, he conseguido aislarme del ruido, de los fantamas y del miedo que supone adentrarse cada vez más en un callejón sin salida. Pese a la tormenta, o tal vez gracias a ella, he querido conscientemente celebrar la vida. Con sus amaneceres y sus segundas oportunidades, con los martes que parecen viernes y con un Youkali convertido en isla habitable. Me he dejado llevar por las manos sabias de Rosa Torres-Pardo y por la voz, el cuerpo y la mirada de Ana Belén. Juntas me han llevado a su huerto de complicidades y me han hecho creer que en las butacas de al lado estaban sentados Gil de Biedma, Lorca o Angel González. La música y los versos me han recordado que la vida es pura resurrección, efervescencia continua, una obra de arte en la que cada uno de nosotros ha de ser agente y amado. He seguido la boca grande de Ana como si sólo me hablara a mí, cómo si sus ojos de gata de la calle del Oso mirasen sólo los míos, como si ssu voz de gacela llegara únicamente a mis oídos. He sentido el latido de Beethoven, Chopin o García Abril. El sur de Lorca y el mar de Alberti. Se equivocó la paloma, se esquivocaba.
En esta tarde otoño grisáceo, con el alma casi adolescente, he volado en el Teatro Español y, por unos minutos, me he sentido el rey del universo. Conocedor de todos los misterios y hacedor de todas los conjuros. He entendido que la vida rima, sigue rimando, que hasta el silencio tiene música y que el arte es ebullición, condena, lucha, orgasmo. Me lo han demostrado dos mujeres cómplices. Dos artistas que sin más ayuda que los instrumentos que mejor manejan nos han hecho pensar que la vida, pese a todo, es una aventura que merece la pena. Siempre, eso sí, que no renunciemos ni a la poesía ni a la música.
Con ese fuego ardiendo dentro de mi, con los labios de Ana en mi rostro y su sonrisa grande frente a mis ojos, he salido a las calles de Madrid. Donde ahora ondean las banderas de España y donde el socialismo inicia lo que espero sea un serio proceso de refundación. El que ansiamos todos los que no renunciamos a la utopía de la igualdad.
Vuelvo a Córdoba en una noche oscura. El alma inquieta. Feliz, aunque por distintos motivos a los militantes y votantes del PP. Música callada, soledad sonora. Como un Juan de la Cruz escapado de la celda y entregado a los deseos del cuerpo y del alma. Soñando con amanecer mañana, volver a mis clases, explicarle a mis alumnos la fiesta de la democracia y sorprenderme con un brillo nuevo en la mirada de Abel.
Por una vez, y sin que sirva de precedente, mis oraciones laicas a San Octavio fueron escuchadas.
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