DIARIO CÓRDOBA, LUNES 15-8-2011
Carmen Estevan es una religiosa que dejó de vestir el hábito en los años 60. Con la misma emoción que experimentó al ponérselo, lo dejó en el armario para sentirse más cerca de la gente. Ahora, cuando está cerca de los 80 años, no entiende por qué la organización de la JMJ ha restringido el encuentro que se celebrará el día 19 con el Papa a aquellas religiosas que porten el hábito. Una vez más, y como sucede en la mayor parte de las religiones, las mujeres vuelven a ser marcadas con una "sobrecarga de identidad" que limita su libertad y que las sitúa en una posición jerárquicamente inferior a los varones.
Esta permanente discriminación de las mujeres en las estructuras de poder --la Iglesia Católica es también un poder terrenal, el Vaticano es un Estado y su organización dista mucho de ser democrática-- , así como en la lectura de unos dogmas que siguen marcando diferencias de género, debería ser motivo más que suficiente para que un Estado democrático se planteara sus relaciones con un colectivo que contradice sus principios esenciales. Sin embargo, nuestro país sigue dando muestras de una "confesionalidad encubierta", alentada incluso por mayorías socialistas que ni siquiera han tenido la valentía de reformar la caduca Ley de Libertad Religiosa de 1980.
Desde una posición laica, que no implica beligerancia con las religiones, el Estado debería limitarse a amparar la libertades religiosa y de culto de la ciudadanía, sin asumir como propios los criterios morales de ningún credo ni financiar con el dinero de todos los contribuyentes las actividades propias de un "club privado". En todo caso, las confesiones deberían acceder al régimen general de ayudas a colectivos ciudadanos, siempre con la debida justificación del uso de los ingresos y dentro del respeto a los principios básicos que ordenan nuestra convivencia. En este sentido, sería un ejercicio de cinismo democrático subvencionar a colectivos que no respetan la igualdad de mujeres y hombres. Sin embargo, esa tan esperada por algunos transición religiosa parece cada vez más lejos de culminarse en un país como el nuestro en el que sigue habiendo tantos alcaldes y alcaldesas bajo palio. Al contrario, hemos llegado a la paradoja de que gobiernos socialistas, impulsores de derechos civiles contestados de manera beligerante por la jerarquía católica, han mantenido una complicidad vergonzante con los mismos que encabezaban manifestaciones contra ellos.
En este mes estamos comprobando una vez más cómo, en materia religiosa, seguimos viviendo un "estado de cosas inconstitucional", al tiempo que asistimos a un derroche de medios y espectáculo que vuelve a demostrarnos la vigencia del relato bíblico en el que un Jesús colérico comprueba cómo el templo se ha convertido en una cueva de ladrones. Por todo ello, en este agosto de papel higiénico blanco y amarillo, prefiero volver la mirada a mujeres como Carmen, que hace unos días manifestaba que en época de crisis debería haberse optado por menos grandiosidad en la visita de Benedicto XVI. Prefiero quedarme con los muchos hombres y mujeres que entienden el cristianismo como entrega a los más débiles, que han asumido las bienaventuranzas como credo revolucionario y que, además, viven su fe sin publicitarla. Y así, mientras que Carmen reclama con su juventud de casi 80 años, una Iglesia en la que se hable con más libertad y en la que se le quite a la fe el polvo acumulado durante siglos, sólo me queda esperar que entre tanto fuego de artificio quede lugar para una oración que recuerde los ojos grandes de un niño somalí que, pese a arrastrarse muerto de hambre, no logrará arrebatar las portadas a un Papa aclamado por multitudes y por monjas debidamente uniformadas. Un Jefe de Estado al que habría que recordarle las palabras sabias de Rivera Letelier: para predicar no basta con ser creyente sino que también hay que resultar creíble.
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