En una época de incertidumbre como la que estamos viviendo, serían más necesarias que nunca las voces sabias que nos ayudaran a ubicarnos. Sin embargo, una de las consecuencias más desastrosas de la consolidación de la democracia en nuestro país ha sido la progresiva desaparición de esos hombres y de esas mujeres capaces de guiarnos. En su lugar han proliferado los "intelectuales" partidistas, los apocalípticos radicales y los cómplices silenciosos. Nos hemos ido quedando sin maestros ni maestras en el contexto de una vida pública maniatada por políticos profesionales y vocingleros sectarios. La misma Universidad ha ido perdiendo ese papel de faro y se ha apoltronado en sus sillones burocráticos y en sus guerras de taifas. Como si la búsqueda de la excelencia y su liderazgo ético no fueran más que rescoldos de un pasado que no necesariamente fue peor.
Aunque solo fuera por contraste con lo que ahora estamos sufriendo, nuestro país tiene una deuda enorme con muchos hombres, y con las pocas mujeres que lograron escapar de las cadenas del patriarcado, que se comprometieron, política e intelectualmente, con la transformación de la sociedad y con la conquista de un régimen de libertades. Uno de esos hombres fue el profesor Pablo Lucas Verdú.
El profesor salmantino --pero también vasco, y madrileño, y ahora extremeño-- fue uno de esos juristas que pusieron las bases para que el Derecho Político se convirtiera en Constitucional y para que en nuestro país, tras tantos intentos fallidos a lo largo de su historia, cuajara un sistema político basado en el control del poder y en la garantía de los derechos. Muchos de los que ahora tenemos la gran responsabilidad de formar a los futuros profesionales del Derecho, aprendimos de él no solo las categorías, los conceptos o las reglas del constitucionalismo. Aprendimos sobre todo que éste es, por encima de todo, una cultura, la cual implica unos valores y exige un compromiso cívico sin el que no es posible mover el músculo de la democracia.
Fiel amigo y cómplice de Enrique Tierno Galván, otro de esos referentes que desgraciadamente han carecido de continuidad, el profesor Lucas Verdú no solo incorporó a nuestra doctrina un arsenal de teorías procedentes de ámbitos constitucionalmente consolidados, muy especialmente del germánico, sino que también apuntó, con singular valentía, muchas de las cuestiones que hoy ocupan algunos de los debates centrales del Derecho Constitucional. En este sentido, bastaría recordar cómo fue uno de los primeros en escribir sobre la ausencia de las mujeres en la Constitución española, o cómo insistió en fundamentar la teoría de la Constitución como una "ciencia cultural".
Pero, por encima de sus indiscutibles aportaciones, lo más relevante de él fue la suma de rigor académico, compromiso político y sabiduría discreta. Lamentablemente, tres características cada vez más ausentes en los modelos oficiales de excelencia universitaria. Estoy casi seguro que el profesor Lucas hubiese tenido más de un problema de reconocimiento de acuerdo con el proyecto de Estatuto de la Función Docente que en estos meses tantas ampollas está levantando. Porque él representaba, frente al prototipo burocratizado y encubridor de mediocridades que hoy se está imponiendo, un tipo de intelectual cuya valía dificilmente podría medirse con baremos urdidos por profesionales de la política universitaria y por liberados del oficio de pensar.
Pablo Lucas Verdú falleció hace unas semanas con la misma discreción que había vivido. Tuve la suerte de conocerlo y de compartir con él, cuando ya estaba jubilado, una conferencia en un seminario organizado por la UCO y la Diputación. Entonces pude comprobar, de manera cercana y afectiva, que su sonrisa y sus canas eran las de un maestro. Tal y como se denomina a esos listones de madera que se colocan a plomo para servir de guía en la construcción de una pared. Paredes que sumadas hacen una casa, en fin, como él bien decía, el hogar de la ciudadanía que no es otro que la Constitución.
http://www.diariocordoba.com/ (18-07-2011)
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