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CONTRACORRIENTE


Dice el filósofo Avisahi Margalit que una sociedad decente es aquella que no humilla a ninguno de sus miembros. Bastaría con que siguiéramos el rastro de las discriminaciones para comprobar hasta dónde sigue llegando el nivel de indecencia de nuestas sociedades. Incluso las que se proclaman democráticas, y se ponen como ejemplo para el mundo, sigue amparando en su seno humillaciones que tienen que ver con las identidades del individuo, con la capacidad de cada persona para elegir su plan de vida del que forma parte, parte esencial, su afectividad y su sexualidad.

"Contracorriente", del peruano Javier Fuentes León, nos cuenta una historia que se sirve del realismo mágico para construir una hermosa, y amarga, metáfora sobre la imposibilidad de ser ellos mismos que aún siguen teniendo muchos hombres y , por supuesto, muchas mujeres. La historia de amor de Miguel y Santiago sólo alcanza su plenitud cuando Santiago se hace invisible. Sólo entonces Miguel puede cogerlo de la mano por el puerto. Sólo entonces puede sentirlo parte de su familia.  Es entonces cuando Miguel no se ve obligado a renunciar a nada, a ponerse una máscara, a sentir como un puñal los dictados del corazón. Es entonces cuando incluso Santiado puede ser partícipe de la alegría que supone la paternidad para Miguel.

"Contracorriente", ingenua, tierna, irregular, es una hermosa película que nos remueve las entrañas y nos coloca frente al espejo. En él miramos cómo nos seguimos construyendo cómo hombres, qué peso sigue teniendo la religión en la negación de nuestras alas, qué estrecho es el concepto de familia que seguimos manejando, qué complicado es forjar una identidad en un contexto que marca discursos homogéneos y dominantes.

Pero más allá de su carga socio-política, de su reflejo contundente de comunidades especialmente conservadoras como las latinoamericanas, CONTRACORRIENTE es sobre todo una hermosa historia de amor. De ese amor que no se nombra. Del que sigue condenado en gran medida a estar en los márgenes. Del que se tolera pero no se reconoce. Del que sigue provocando humillaciones y corazones solitarios por las esquinas de la web. Nadar a contracorriente acaba teniendo un precio, pero es el único camino que nos queda cuando un desgarro interior nos dice quiénes somos en realidad.  Nadar a contracorriente es necesario si queremos que llegue un día en que Miguel, Mariela y Santiago puedan sentarse juntos en el sofá para ver una telenovela o un partido de fútbol. Un día en el que Miguel y Santiado puedan pasear juntos de la mano sin que nadie se vuelva para mirarlos. Un día en el que asumamos que ser hombre es también ser como Miguel. Un día en el que las historias de amor homosexual en el cine no acaben con muerte sino con vida.

Comentarios

  1. A mi también me pareció una extraordinaria película. Pone muy bien de manifiesto el tema de la homosexualidad en determinados países y culturas, especialmente en América Latina. Pero es algo fácilmente extrapolable a cualquier otro país, cultura o sociedad. La homosexualidad, para ser "posible" ha de se invisible. Así ocurre en esos países, pero en otros más "avanzados" como el nuestro (España), te puedes econtrar con muchas situaciones donde la homosexualidad está "permitida", "tolerada", pero siempre y cuando no sea "molesta", es decir, no sea demasiado visible.

    Al final estamos en la misma situación: hay que ser invisibles para no molestar a las familias bien pensantes.

    Pero hay dos cosas que me descoloraron en la película. Que esa invisibilidad-visibilidad sea a través el espíritu de uno de los protagonistas. La otra, que no es que me descoleque, sino que me fastidia en grado sumo, es que para que la relación sea posible, para que en la película se de por solucionado el "problema" uno de ellos tiene que morir. No es la primera película en la que eso suecede, también es así en "Segunda piel" o en "Brokeback Mountain" y en otras. Quiero decir que para que uno de ellos continúe con una vida "normal" hay que cargarse al otro.

    Y por qué la solución no puede ser que las personas vivan tranquilas y felices, manifestando su afectividad como les venga en gana?

    La respuesta, creo, es fácil: a pesar de leyes y consignas, vivimos en una sociedad homófoba e intolerante y esas manifestaciones de afectividad, de amor, han de estar más o menos ocultas o, en el mejor de los casos, recluidas en un gueto. Y no es que yo defienda los guetos, es que, a veces, no te queda otra alternativa.

    Pero me gustó la película y me gusta su artículo, señor Salazar.

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  2. Sr. Barbancho, dos comentarios muy rápidos a sus palabras.
    En primer lugar, lo que dice revela que una cosa es TOLERAR y otra RECONOCER.Aún estamos muy lejos de una "igualdad de reconocimiento" de las diferencias.
    En segundo lugar, el gueto debería ser, como dice Oscar Guasch, un lugar de transición y no una meta. El problema es que lleva demasiado tiempo siendo transición, lo cual es una paradoja. Una paradoja que revela lo lejos que estamos de la igualdad real.

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